domingo, 9 de noviembre de 2014

Desde la colina

Tamadaba
Foto: autoría J. Benito Pérez Díaz


Cae la noche y se torna lúgubre el ambiente, noto un nudo en mi garganta que hace que la respiración sea costosa; temiendo la asfixia por la densidad del aire. Cuántas veces habré pasado por este mismo lugar, sin sospechar lo tenebroso que puede llegar a ser el aspecto del bosque cercano a mi propiedad, adquirida cuando yo era feliz, cuando disfrutaba de la compañía de Samuel, mi fiel compañero y amigo.
Aquella tarde de verano, cuando Samuel llegó a la casona que habíamos adquirido con tanto esfuerzo, algo me dijo por su semblante, que habían problemas. Nunca imaginé que fuesen de ese calibre.
Samuel estaba enfermo, mortalmente enfermo.
Su temple para contarme todo al detalle, me dejó fría, inerte, no entendía nada. Mas tarde comprendí que se trataba de una coraza para no verme sufrir, con uno que lo hiciese según el, era suficiente.
Le habían diagnosticado un tumor, en la parte izquierda del cerebro, con una metástasis avanzada, no se podía extirpar. Lo más duro fue cuando dijo: tengo dos meses para dejar todo atado y bien atado, no quiero que tengas luego problemas de ningún tipo.
Con un arrebato de cólera, me puse a llorar maltratando con mis puños su pecho; me derrumbe suplicando amargamente que todo aquello no fuese verdad, si no una broma del destino. No fue así.


Valleseco-Canarias-España
Foto: autoría Cándido Rodriguez Diaz


La casona está situada al final del bosque, el único acceso posible para llegar a ella es un viejo sendero abandonado que debieron utilizar también los antiguos propietarios y con el, una barca desgastada y podrida, inservible para navegar río arriba y así acortar la distancia entre la casona y un poblado habitado por indígenas amables y curiosos.
Todo empezó a cambiar, desde que instalaron a orillas de la laguna. Sus moradores parecían gente extraña. Tuve la misma sensación que el fatídico día en que Samuel marchó. 
Una noche, en que distraída caminaba pensando en mil cosas de regreso a casa, me sobresaltó un grito despavorido que lleno el aire con su eco. El primer impulso fue echar a correr como alma que lleva el diablo, pero mis pies quedaron anclados en aquel camino rudo y angosto.
Fue tal el sobresalto, que el corazón se desbocó en mi pecho. De pronto, una sombra hacha en mano, corría tras una niña con no más de quince años. Me escondí tras unos arbustos y pude tranquilizarme al verlos desaparecer camino del río. Aquella noche ya en la cama, me fue difícil conciliar el sueño al recordar lo vivido.




Los chorros de Firgas- Canarias- España
Foto: autoría Cándido Rodriguez Diaz


A la mañana siguiente el sol llenaba el camino y las sendas adyacentes, los árboles recobraban vida y las aves como si de un paraíso tropical se tratase revoloteaban alegres y cantarinas ajenas a las sombras escurridizas de la noche anterior. Me admiraba la paz que se respiraba en aquel lugar, la belleza de aquel pedazo de tierra, todavía por suerte desconocida. 
De nuevo escuché aquel grito aterrador; esta vez repetido varias veces en el silencio de la noche y pude ver con toda claridad a los personajes de aquella tétrica puesta en escena. 
Algo me decía que escapase dejando tras de mí aquel telón oscuro, pero al intentar alejarme una voz a mi espalda sonó como un susurro… 
-¿Tienes miedo? 
Giré sobre mis talones como impulsados por un resorte y pude ver unos ojos maléficos en una cara descuidada y sucia. 
Al despertar, mire a mí alrededor pensando que quizá fuese todo un mal sueño, pero cual fue mi sorpresa al descubrir que aquella no era mi casa, el miedo de nuevo acudió a mi cuerpo, esta vez, envolviendo mis manos en un sudor frío y desagradable. Mis ojos recorrían cada rincón de aquella habitación desconocida, a los pies de la cama, sentada en una vieja silla, había una niña de mirada ausente y serena, vestida con harapos, por un momento me pareció la cenicienta del cuento. 
¿Estás mejor? –me preguntó- 
Cuando mi hermano te fue a saludar te desmayaste. 
Había tanta tristeza en su voz, que al hablar era como un suspiro y sin saber porqué, sentí una profunda pena por aquella niña de ojos escurridizos y tristes.




Barranco de Azuaje Firgas-Canarias- España
Foto: autoría Cándido Rodriguez Diaz


Me contó que eran una familia de actores a los que la vida no había tratado muy bien, deambulando de pueblo en pueblo con sus miserias a cuestas. 
Su hermano, bastante mayor que ella, durante una arriesgada aventura en los Montes de Cárpatos, tuvo un lamentable accidente, a raíz de aquella lesión, tenía con frecuencia continuos y extraños cambios de humor y de personalidad. 
Ya restablecida, la niña me acompañó a casa y se despidió de mí, como si nunca más volviésemos a vernos. ¡Qué raro era todo! 
Quizá mi cerebro me estaba jugando una mala pasada, quizá tanta soledad no era buena. 
Se terminaban los días de exilio voluntario en aquellas tierras hermosas, que me habían cautivado el corazón al igual que sus gentes, quería quedarme en aquel lugar…estaba indecisa, sola, sola no…Samuel estaba allí. 
Una noche de espesa niebla, en que apenas se veía la línea del angosto camino, creí ver a la niña arrastrando su frágil cuerpo como si agonizara. 
Me agaché con intención de ayudarla y tropecé con algo duro y frío, parecía un trazo de pesado metal, era un hacha oxidada con manchas visibles de sangre ya seca y restos de tela que me eran familiares. De la niña, ni rastro. 
Nunca se supo la verdad de aquel misterio, nadie denunció ningún crimen. Pero, estoy segura de que lo hubo, tan segura como que todos los años por aquella fecha intuyo entre la niebla el frágil cuerpo de aquella muchacha, como alma en pena en busca de paz y sosiego.



Calderetas Valleseco-Canarias-España
Foto: autoría Candido Rodriguez Diaz


No volví a mi ciudad, me quede para siempre en aquel paraíso desconocido por la gran mayoría y no por ello, menos cómodo, hermoso y cálido. 
Los años no pasan sin dejar huella, hoy soy una feliz anciana, lejos de la civilización ruidosa y contaminada. 
Al atardecer desde la colina donde se levanta la casona, admiro con amor el huerto que yo misma cuido con estas manos, llenas de arrugas bellas, curtidas por el sol y una vez al año, como un rito hermoso y solidario, enciendo en el alfeizar de la ventana, una luz como símbolo de paz y amor, con la intención sirva de guía a aquellos que no encontraron el camino para el descanso y la vida eterna. 

Copyright Fini López Santos



Calderetas en otoño
Valleseco-Canarias-España
Foto: autoría Cándido Rodriguez Diaz

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