Fotos de la red
-No soporto más esta casa, tu pasividad,
ya no te conozco...
-Le dijo-, a la vez que la lluvia borraba sus labios.
Se cansó de ser un cero a la izquierda.
Desde que llegaron al pueblo, todo fue cambiando,
él, Salvador, ya no tenía ojos para ella, no se
rendía a sus pleitesías y a los encantos de los
que antes disfrutaban, no bebía de sus labios
y ella moría de sed cada día en aquel desierto.
Cómo decirle, que le sangraba el alma y que
el dolor ya era ensordecedor, que le temblaban
las manos en busca de caricias inexistentes y
moría, poco a poco, cada vez que él le negaba
sus ojos con miradas huidizas...
Él marchaba al salir el sol a cuidar las tierras,
aquellas que disfrutaban placenteramente otros
a costa de su sudor -ya se encargaban los
señoritos de aparecer cuando él aún estaba allí
para convertirlo en su esclavo-.
Ella tenía la culpa de todo. Sí, ¡ella!
Pensaba para sus adentros, sin atreverse a
revelarse en su contra, aunque ella, no era tonta.
Había llegado aun punto, en que Daniela temía
por la salud de él, aquella tos seca, sus ojeras,
pero...aquella mañana, fue la gota que colmó
el vaso. Como tantas veces desde que llegaron,
desayunaban en silencio...ya no existía la magia
en sus ojos, en su sonrisa socarrona que tanto le
gustaba a ella y que muchas veces, con intención,
hacía pucheros para que el la mimara y deshacerse
en sus brazos ¡Lo amaba!
Al llevar él, la taza de café a sus labios, pudo
descubrir el temblor de aquellas manos encallecidas,
rudas. ¡En nada se parecían a las de unos meses atrás!
Un temblor, que recorría todo su cuerpo y el al
intuir la pena de ella, intento quitarle importancia
disfrazando una sonrisa que no pasó de mueca
y en su mente cundió el pánico.
Decidió que hablaría nuevamente con él, aunque
fuese la última vez.
El día se hizo eterno, las horas pasaban
mortecinas, con una lentitud que exasperaba
y por fin, comenzó a asomar la luna.
Aquella noche, tuvieron, quizá él más duro
de los enfrentamientos, el solo escuchaba
cabizbajo, era como si... Ya lo esperara.
Era incapaz de reaccionar y hacerse valer.
Aquella noche lo escuchó llorar amargamente.
Llueve, parece que el cielo se suma a su llanto,
a su tristeza, camina bajo la lluvia en su busca
y ella, se va calando hasta los huesos, los
brazos a lo largo del cuerpo, diría que llegan
al suelo abriendo sus manos surcos en el fango.
Son infinitamente largos...
Desde lo alto del árbol en que está encaramado
luchando con sus ramas, la ve llegar y de un
salto, llega al suelo al mismo tiempo que ella
a su altura –vas a enfermar mujé-, le dice
al verle empapadas la ropas y ese “ mujé”
le rasgo el corazón de arriba abajo.
–Me marcho.
-Tardaste en decidirlo.
-Vente conmigo Salvador, vamos a casa, a
nuestra casa, donde éramos felices. Aún
estamos a tiempo de salvar lo nuestro, tú, me
quieres? Y su voz, tembló al hacer la pregunta.
-Claro mujé!
-Pues vamos, aún podemos comprar tu pasaje
antes que salga el barco.
La miró, sin verla, con esa melancolía que
hiere de muerte, qué hiela la sangre y
ella se giró dándole la espalda, sin fuerzas,
dejando allí, con él, su propia vida.
Ya en el barco, subió a cubierta y de espaldas
al muelle, escuchó soltar amarres, comenzó
a sentir el vaivén de las aguas...
No quería ver cómo se alejaba y se derrumbó
preñada de dolor.
Perdió la consciencia del lugar en que se hallaba
y el mundo se abrió bajo sus pies, descendiendo
al abismo de su amargura, de su infinita soledad
cayendo vertiginosamente. Escuchaba murmullos
lejanos y una voz potente sobresalía de entre
todas ellas, una voz que le era familiar.
-¡Daniela, Daniela! –gritaba Salvador a
la vez que la sujetaba en sus brazos.
No me dejes sólo, déjame seguir queriéndote...
Y una lágrima, rodó por la mejilla de ella.
Copyright Fini López Santos
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